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Caras y Caretas

           

Gracias doy a la desgracia

Recuerdo que la última vez que vi a María Elena Walsh, en 2003, pude contarle cómo el final de mi exilio en México estuvo marcado por una de las canciones más inolvidables de su obra: “Como la cigarra”. Pude agradecerle el talento sin fin de sus canciones, sus creaciones, delicadamente, ya que tenía un decidido rechazo a los piropos exagerados. Evoqué la conmoción que me había producido leer con otros exiliados en nuestra casa de Coyoacán su texto “Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes”, publicado en 1979, y que repetí de memoria, sin vergüenza: “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos (…) El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que solo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas”.

Era una cena en la casa de los psicoanalistas Silvia Bleichmar y Carlos Schenquerman, en Arroyo al 800 (le dedicamos ciertas carcajadas cómplices a la historia del boliche Mau Mau, que en los años 60 había definido el perfil bohemio de esa cuadra). María Elena estaba acompañada por la gran fotógrafa Sara Facio. Entre plato y plato –ostras, cóctel de camarones con y sin cilantro y lomo a la Wellington, especialidades de la Bleichmar– pudimos abordar algo más que el comentario detallado del estruendoso final del menemismo. Yo era apenas una periodista que admiraba el talento de esas mujeres que marcaron mi vida. La genialidad de Silvia había salvado mi cabeza del naufragio del exilio en su diván mexicano. Esa desgracia me había llevado a resucitar o a rearmar el rompecabezas de mi historia a través de su palabra justa. En el invierno de 1991, me había atrevido a pedirle a Sara que me tomara las fotos para un nuevo libro mío. Sara accedió con generosidad y curiosidad, también. Pero en su estudio descubrí algo extraordinario de su obra. Ella había tomado las fotos que finalmente ilustrarían mi libro Todo o nada, la biografía de Mario Roberto Santucho, con el cual –luego de La Noche de los Lápices– podía incluirme en la tradición biográfica y de la investigación periodística inaugurada por Rodolfo Walsh en Operación Masacre, es decir, en la antología dolorosa, pero de indispensable comprensión para que no se repitiera esa tragedia de la historia nacional. Porque Sara tenía en su poder una imagen que solo ella podía haber sacado en el momento justo: una foto de la mirada del guerrillero que, con una maestría definitiva, había tomado de la televisión en blanco y negro, en la única conferencia de prensa clandestina dada por Santucho, y que definía mejor que ninguna otra imagen el destino y la determinación de ese hombre.

Por entonces me había animado a pedirle a Sara que tomara fotos en presentación del libro En los orígenes del sujeto psíquico, de Silvia, en el Teatro San Martín. A partir de ese momento, el vínculo entre ambas –dos mujeres que admiraban su talento– se prolongó en encuentros como el que ahora cuento. Y fue justamente esa noche, entre cóctel de camarones y champán, en la calle Arroyo, cuando me animé a contarle a María Elena que en diciembre de 1983, luego de la asunción de Raúl Alfonsín a la Presidencia, con mi amigo Eduardo Arzt –devenido años más tarde un gran científico– nos dedicamos a terminar un audiovisual que llamamos Intemperies (con mil quinientas fotos, que tuvimos que sincronizar cuadro a cuadro de manera manual, durante horas y horas) y que estrenamos el mismo 10 de diciembre de 1983 en la Casa Argentina de Solidaridad (CAS) mientras todo el exilio argenmex, comandado entonces por nuestro extraordinario intelectual Noé Jitrik, le devolvía esa casa de la Colonia de las Rosas al ex presidente Luis Echeverría, que la había cedido y que participaba, junto con Bleichmar y la gran escritora Elena Poniatowska, en ese audiovisual hablando del inolvidable exilio argentino. Alcancé a decirle, entonces, a María Elena –y creo que pude llorar también y la emoción estuvo regada del champán del final de la cena– que luego de tanto andar la única canción que podía representar ese sentimiento del final del exilio en Intemperies era una: “Como la cigarra”.
Porque efectivamente así nos sentíamos: tantas veces nos habían matado, como a la cigarra, tantas veces a mi generación la habían desaparecido, y sin embargo allí estábamos, cantando en ese departamento de la calle Arroyo, muchos años después. Y entonces daba gracias a la desgracia, porque nos había matado tan mal que allí estábamos, resucitando y cantando.

Escrito por
Maria Seoane
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