Crisis política en Israel: el espejo de la ocupación

Las protestas por la reforma judicial de Netanyahu desnuda la contradicción: no hay democracia liberal que sostenga el régimen de asentamientos en Cisjordania.

¡Buen día!

Espero que te encuentres bien. El correo de hoy nos lleva casi de manera obligada a Israel, que vive una crisis sin precedentes.

Sé, porque a esta altura ya nos conocemos lo suficiente, que algo viste: protestas masivas en Tel Aviv y otras partes del país contra la reforma judicial que promovió el gobierno. La reacción alcanzó a sindicatos, reservistas del Ejército –una novedad–, ex presidentes, líderes extranjeros y hasta ministros del mismo gabinete que la promovió.

El lunes, luego de una jornada de protestas en las que participaron 100.000 personas y de recibir presión directa de Joe Biden, el primer ministro Benjamin Netanyahu puso en pausa la reforma judicial y anunció una ronda de diálogo con la oposición. No la desechó, tampoco ensayó un giro en U: apenas la pausó. Eso quiere decir que el tema volverá a aparecer pronto. Pero, además, detrás del proyecto y el revuelo que generó se encuentra una historia más grande, que lleva ya algunos años y es cada vez más importante para entender lo que pasa en Israel. A eso quiero que le pongamos atención.

Empecemos, pues.

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El detonante

Presentada a principios de año, la reforma propuesta por el gobierno consiste, en resumidas cuentas, en quitarle poder a la justicia y especialmente a la Corte Suprema en favor del Parlamento y Ejecutivo. Entre todas las medidas que componen el paquete, la más importante le permite al Parlamento volver a aprobar leyes revocadas por la Corte, amputándole su poder de veto. También cambia el criterio de selección de jueces, dándole más lugar al gobierno.

Para los promotores, que incluyen al partido de Netanyahu (Likud) y los socios a su derecha, mayormente fuerzas ultraortodoxas y del sionismo religioso (ya vamos a llegar acá), la reforma es un intento de limitar el poder y el exceso de “jueces activistas” cuyas atribuciones y decisiones interfieren con algunas medidas del gobierno, desde la designación de algunos funcionarios hasta, por ejemplo, la extensión de los asentamientos en Cisjordania. La Corte es retratada como una suerte de casta progresista que no acepta el mandato electoral que hoy favorece a la derecha. La reforma, entonces, es enmarcada como un intento de quitarle atribuciones a esta “minoría” para dársela a la “mayoría”, representada en el Parlamento.

Los críticos sostienen que el proyecto elimina la división de poderes y pone en riesgo al estado de derecho. Consideran que, en un país que no tiene Constitución escrita, con Parlamento unicameral y sin un sistema robusto de frenos y contrapesos al Ejecutivo, la Corte es el único poder y garantía ante eventuales abusos del gobierno. Y, como tal, aunque se reconozca su carácter elitista, debe ser defendida.

A eso se le suma el agravante de que Netanyahu está acusado de tres cargos de corrupción y fraude por los que se encuentra en pleno juicio. Los manifestantes se preguntan, con justa razón, por qué el Primer Ministro no planteó la reforma antes, si en total ya acumula más de diez años en el poder. O por qué antes elogiaba a esos mismos jueces que ahora desprecia. La respuesta, para ese grupo, que es heterogéneo e incluye a votantes desencantados de derecha, es que Netanyahu busca protección. De hecho, la primera ley del paquete aprobada por el Parlamento es una que acota las causas para inhabilitar al Primer Ministro.

Pero Netanyahu no es el único protagonista de la historia.

Cada vez más a la derecha

Para entender el timing y contexto que envuelve a la reforma hay que volver unos meses atrás, cuando Netanyahu regresó al poder luego de elecciones realizadas en noviembre. El “Rey Bibi”, como lo apodan fieles y detractores, estuvo esperando un año y medio en la oposición, luego de que una coalición de ocho partidos lo desbancara del cargo que había ocupado desde 2009. Como quedó demostrado, la única condición que le daba razón de ser a esa coalición era el hastío con Netanyahu, convertido en un personaje cada vez más repulsivo para los partidos de ¿centro? derecha que supieron acompañarlo en el pasado.

Las elecciones que siguieron a la fractura de la coalición anti-Netanyahu dejaron, como siempre, un escenario fragmentado. Likud, el partido de Bibi, fue el más votado con apenas el 23%. A la hora de formar gobierno, sin embargo, Netanyahu no contaba con muchas opciones. Si antes era conocido por ensamblar coaliciones diversas, con diferentes satélites de la derecha que solo él podía reunir y balancear, esta vez había quedado encerrado. Así formó el gobierno más derechista en la historia de Israel, encabezado por Likud y acompañado por partidos ultraortodoxos y sionistas religiosos.

Esta faceta más radical del gobierno está representada por dos figuras: Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich. El primero, del partido Fuerza Judía, ocupa el poderoso Ministerio de Seguridad, es un hombre condenado en 2007 por incitación al racismo y uno de los abanderados actuales del sionismo de ultraderecha. Tanto él como Smotrich, que encabeza el Ministerio de Finanzas y ejerce parte de la autoridad en el Ministerio de Defensa, viven en asentamientos ilegales en Cisjordania, Palestina. Ambos han hecho carrera defendiendo la agenda de los colonos, como se conoce a los israelíes que ocupan y viven en esos asentamientos, y tienen un largo historial de declaraciones racistas contra los palestinos. Smotrich, líder del Partido Sionista Religioso, abogó por una contraofensiva a las protestas por la reforma. Fue la segunda incitación a la violencia en cuestión de un mes: antes había pedido “borrar” la localidad de Huwara, en Cisjordania, que sufrió un pogromo a fines de febrero, donde cientos de colonos atacaron a poblaciones palestinas en plena escalada.

Su odio a la Corte está basado especialmente en el freno –parcial– que el órgano ha impuesto a la agenda de los colonos radicales, que abogan por profundizar la construcción de asentamientos. Los partidos ultraortodoxos confluyen en la reforma judicial por sus propios intereses, como conseguir una excepción para que las comunidades no tengan que hacer el servicio militar, una medida desaprobada por la Corte.

La reforma y sus protestas, entonces, no pueden desligarse del avance de estos grupos radicales en el gobierno, que incluyen al propio Netanyahu, también promotor de esa agenda.

Y esa agenda se resume, cada vez más, en torno al gran elefante en la sala: la ocupación de Cisjordania.

El factor Palestina

El argumento es de Ezequiel Kopel, periodista argentino especializado en Medio Oriente y amigo de la casa: “Luego de 56 años de ocupación militar sobre los palestinos, existen pocas dudas de que todo lo que empieza en Cisjordania termina en Israel. No es posible mantener por medio siglo una democracia para los propios ciudadanos junto con una dictadura militar para los no ciudadanos y que el hecho no produzca consecuencias internas”.

Cuando lo llamo para ampliar la idea, Kopel, autor de La disputa por el control de Medio Oriente (Capital Intelectual, 2022) y en proceso de producción de otro libro sobre las colonias en Cisjordania, me habla de una “rotonda sin salida”. “Para sostener la ocupación, que no es algo temporal y se extiende cada vez más, la democracia liberal que pregonan los israelíes se vuelve cada vez más iliberal para sostener ese castillo de naipes”, me explica. Cuanto más se corre el límite territorial, más flexibilidad legal se necesita, entre otras cosas.

Este movimiento también produce, por su propia necesidad y naturaleza, otra consecuencia: la infiltración de los colonos y su agenda en el aparato del Estado, simbolizado en la llegada de Ben-Gvir al Ministerio de Seguridad. “Eso hubiese sido impensado hace unos años. Era una suerte de línea roja”, dice Kopel, quien llama a este movimiento “la nueva vanguardia de Israel”. Y avisa: “Hay deseos de nuevos asentamientos. Esto se va a profundizar”.

Todo el escándalo que rodea a Netanyahu y daña su capacidad de alianzas no ha hecho otra cosa que mejorar esa posición.

En una línea parecida, Kevin Ary Levin, sociólogo especializado en Medio Oriente y miembro del Instituto de Relaciones Internacionales de la UNLP, me cuenta: “La narrativa de la ocupación siempre fue, en líneas generales, que se podía vivir tranquilo en Israel sin pensar en Cisjordania. Bueno, eso ya no es posible. Es algo cada vez más difícil de ignorar”.

De ahí algunas críticas que se hicieron desde la izquierda al repentino pánico por la reforma. “Los israelíes intentan salvar una democracia que nunca existió”, escribió Mairav Zonszein. Ni la reforma ni el gobierno que la promueve salió de un repollo. Esa es la rotonda a la que se refiere Kopel: la democracia liberal en casa es incompatible con la ocupación al lado.

Kevin destaca que las protestas de estas semanas son una oportunidad para que la causa de solidaridad que promueve un sector –minoritario– de la izquierda israelí pueda llegar a otros segmentos. Me cuenta, por ejemplo, que cuando fue el pogromo de Huwara hubo israelíes que se manifestaron en apoyo de los palestinos atacados.

Algo de eso recoge la crónica de Antonio Pita sobre los israelíes que intentan colar el asunto en las protestas por la reforma. El texto comienza con un joven que se acerca a la manifestación cuando se topa con un grupo de izquierda antiocupación –marginal, aclara Pita– con banderas palestinas. Enfrenta a uno de ellos.

―¿No crees que es el momento de centrarse en lo que está pasando?

―Es que lo que está pasando es la ocupación.

Bonito, potente, seguro que sí, pero unas líneas más tarde Pita nos cuenta que esos grupos antiocupación por lo general son atacados por otros manifestantes, que les tiran las banderas al piso o los abuchean.

Como cuando un director de cine decide mantener el contraplano, lo más interesante no son a veces los símbolos y lemas del bloque antiocupación, sino las reacciones que generan en el denominado “consenso” israelí. Muchos eligen ignorarlos. Algunos se paran a hacerles una foto y mandarla por WhatsApp, como si acabasen de cruzarse con un animal exótico. Uno les grita: “¡Vais a estropear esta protesta, traidores!”; otro hace sonar insistentemente la vuvuzela.

Es la otra realidad: la causa es, por el momento, periférica. La mayoría de israelíes vota por políticos, de distintos partidos, que avalan y sostienen la ocupación. Puede que Netanyahu y sus secuaces la hayan llevado demasiado lejos, pero el mainstream está a distancia de tiro. Naftalí Bennett, quien asumió el cargo durante este año y medio en la oposición, se jactó de ser “más de derecha que Bibi” y había prometido “no darle un centímetro más a los árabes”. Cumplió. Benny Gantz, que fue parte de ambos gobiernos y hoy es uno de los líderes más cotizados de la oposición, hizo campaña alardeando sobre la matanza a palestinos durante operaciones militares que él dirigió.

Le pregunto a Kevin por la derechización de la sociedad israelí, de acuerdo a los sucesivos resultados electorales. Desde el tradicional Partido Laborista hasta el resto de partidos del centro a la izquierda –donde la causa antiocupación es minoritaria–: la evaporación del voto es evidente.

Dice que no hay una respuesta corta, pero la encuentra más bien rápido. Hay dos tendencias que confluyen. Por un lado, a partir de los años setenta, se produce un cambio demográfico: crecen y se integran más los judios provenientes del mundo árabe e islamico (mizrají) en detrimento de los judios que emigraron desde Europa (ashkenazí), más ligados a la cultura y al mundo de la izquierda. Actualmente, señala Kevin, Netanyahu plantea una suerte de batalla cultural en la que busca representar a ese primer grupo, más religioso y menos liberal, que se siente despreciado por los ashkenazis (a los que pertenecen la mayoría de los jueces de la Corte, por ejemplo). La segunda tendencia, que se manifiesta en paralelo, son los cambios y la radicalización en el vínculo con los palestinos: la primera intifada (1987–1993), la segunda (2000–2005), el ascenso de Hamas, el fracaso de las negociaciones de paz.

El resultado: el 62% de los israelíes hoy se define de derecha, según el Instituto de la Democracia en Israel. Pero la cifra es engañosa. En los mayores de cincuenta años el apoyo apenas supera la mitad. Los valores más altos están en los jóvenes. En la franja de 18 a 34 años, más del 70% de los jóvenes se define de derecha.

Y esa derecha, por cierto, es cada vez menos liberal.

El futuro

Como decíamos al comienzo, la reforma judicial se encuentra detenida, pero puede volver en cualquier momento. En los últimos días aparecieron algunos movimientos importantes. Manifestantes a favor de la reforma cortaron rutas en Tel Aviv al grito de “se robaron nuestras elecciones” y alegando ser “ciudadanos de segunda clase”. Por otro lado, se comprobó el precio que pagó Bibi a sus socios de coalición por el aplazo. La concesión a Ben-Gvir fue la creación de una Guardia Nacional que estará a su cargo y le dará más poder sobre el brazo de seguridad estatal.

Ese dato dice algo, y es que Netanyahu está cada vez más tironeado por su coalición.

“Netanyahu está más débil y eso es preocupante”, me dice Kopel. “Antes, en ese balance que había logrado dominar, siempre tuvo mucho cuidado con decisiones extremas, como bombardear Irán o anexar la parte norte de Cisjordania. Nunca cruzaba esos límites. Ahora está actuando diferente. Si él no tuviera el rollo del juicio seguramente cambiaría el balance de la coalición y buscaría el centro. Lo que pasa es que ya todos conocen su estrategia, ya lo hizo antes y no quieren juntarse con él porque es impopular”.

Aislado y a merced de sus socios más radicales, las consecuencias pueden verse pronto. Para eso habrá que seguir de cerca lo que pase en Israel, pero también en Cisjordania, territorio palestino: las dos caras de la misma moneda.

Acá dejamos por hoy.

Nos leemos pronto.

Un abrazo,

Juan

Cree mucho en el periodismo y su belleza. Escribe sobre política internacional y otras cosas que le interesan, que suelen ser muchas. Es politólogo (UBA) y trabajó en tele y radio. Ahora cuenta América Latina desde Ciudad de México.