La irrupción de la derecha radicalizada en distintos países del mundo, incluida la Argentina, representa un desafío muy serio a nuestra organización institucional. Un breve recorrido por la antigüedad, nos permite recordar que, para alcanzar la felicidad, el ser humano debe pertenecer a una comunidad. Y para ello, desde hace largos siglos ha debido resignar parte de sus impulsos agresivos, para insertarse en el grupo. Por eso Sigmund Freud sostuvo que “el hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad” (*). Esa renuncia a las pulsiones primarias que la mayoría de nosotros efectúa sin mayores dificultades, resulta sin embargo muy costosa y en algunos casos imposible para personajes que a lo largo de la historia han sido responsables de los crímenes más atroces que puedan ser pensados. Se trata de seres humanos amorales y carentes de aquella empatía imprescindible para poder “ponerse en el lugar del otro”. Para ellos, las leyes que regulan la vida en sociedad, siempre han sido motivo de incomodidad al establecer límites a aquellos impulsos primarios y violentos a los que se refería el padre del psicoanálisis.

Simultáneamente a la elaboración y promulgación de las normas (poderes legislativo y ejecutivo), los diferentes sistemas políticos, han ido generando las instituciones adecuadas para garantizar que las leyes se cumplan (poder judicial). El funcionamiento armónico de esos tres clásicos poderes, gracias a un complejo sistema de frenos y contrapesos, debería garantizar la reducción al mínimo posible de las violaciones legales, así como las sanciones correspondientes a los trasgresores. Sin embargo, la historia de las comunidades evidencia un alto índice de impunidad sobre todo respecto de los crímenes más graves. Analizar en profundidad las razones de semejante resultado, excede el marco de estas reflexiones. Se impone en cambio, aludir a la intrusión en los últimos años, de personajes de la política que exhiben públicamente su negativa a obedecer las normas que regulan la convivencia democrática. Si el sistema de contrapesos aludido funcionara adecuadamente, dichos personajes no tendrían chance alguna de integrar aquellas instituciones que componen el Estado de derecho en las democracias modernas. Javier Milei, líder de un espacio político denominado “La Libertad Avanza” y autodefinido como “anarcocapitalista”, en las elecciones del pasado mes de noviembre, ha obtenido el 17,30 % de los votos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Tanto él, que trabajó con el genocida Antonio Bussi, como la segunda candidata de la lista, Victoria Villarruel, apologista del terrorismo de estado, juraron en el Congreso de la Nación como diputados el 7 de diciembre pasado.

Milei, previamente, había expresado entre muchas otras definiciones negatorias de un sistema democrático, que “El Estado es el enemigo” y también textualmente que Entre la mafia y el Estado prefiero a la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite" (SIC). Así, quien niega el Estado y públicamente resalta el valor superior de la más peligrosa banda del crimen organizado, que es la mafia, ha ingresado al Congreso de la nación. La llegada a la Cámara de diputados, de un personaje como Milei, pone a prueba al sistema de control en su esencia y finalidad. Ante ello, dos son las opciones que se abren a los representantes del pueblo en ese alto organismo.

La primera, planteando una cuestión “de privilegio”, cualquier legislador que esté informado de las afirmaciones citadas (están publicadas en las redes), podría bajarlas a un dispositivo y solicitar se exhiban en el recinto al resto del Cuerpo. De ese modo, y a partir del conocimiento de todos los legisladores presentes, solicitar el inicio del proceso disciplinario correspondiente ante un parlamentario que ha efectuado públicamente la apología de la organización criminal más peligrosa del mundo.

La segunda opción, es continuar cobijando en su seno a un diputado que además de racista, misógino y violento, niega el Estado y difunde su admiración por la mafia.

Finalmente, para decidir, es imprescindible tener en cuenta que la comodidad de personajes de esa calaña, sentados en una banca legislativa, es proporcional a la incomodidad que deberían sentir quienes los toleran.

(*) “El malestar en la cultura”

Carlos Rozanski