…cosas que esconden una historia natural propia, que experimentaron un pasado y hoy son llamadas a compartir un presente…

Las escurridizas luces de una ciudad que ahora parece desconocida; donde no pasan las horas.

Miradas que congelan momentos de realidad, visiones ocultas que, con gran dificultad, podríamos contemplar en nuestros tránsitos diarios dentro de una urbanización veloz y violenta.

Tú acabas de bajarte del tren, esperas, porque de allí a poco debes tomar la conexión que te ha de llevar a Sipicciano, en la Tuscia viterbense (el término procede del latino Tuscia, el territorio habitado por los tusci, o quizá por los etrusci, plural de la forma latina tuscus, contracción de etruscus).

El tren, semivacío, discurre por debajo de la casa, pero antes de abandonarlo, ves descender a quienes se apean en Attigliano-Bomarzo. La mayoría son extranjeros, muchos africanos.

Debo seguirme a mí mismo, seguirme a mí mismo incluso si a veces ese mí mismo se va demasiado lejos y no sabe cómo regresar. Pero no puedo cambiarlo, porque ese soy yo, o sea, este, también sin mí mismo, quiero decir: ¿puedo ser yo mismo, mí mismo, sin ese yo?

A menudo tengo la impresión de haber asumido una nueva vida. Siento que la gran ciudad ya no me pertenece. Está lejos, muy lejos y, si pienso en el futuro, creo que no desearé volver allí.

Es peligroso asomarse a la ventanilla. Pero si las ventanas permanecen cerradas, ¿cómo podría uno asomarse?

El sitio donde elegí vivir (no, no fue él quien me eligió) ofrece una imagen alejada de las frenéticas aglomeraciones urbanas. La aldea de allí arriba se muestra desolada, no hay un alma, a lo sumo viven todavía dos vecinos, hay otras siete viviendas a las que alguna persona va de modo intermitente. El resto son casas abandonadas, techos que se derrumban, relojes detenidos.

En el Borgo Vecchio, en cambio, hay más vida, uno puede hablar desde la ventana con el vecino, preguntar o responder a las preguntas: «¿qué tal, necesitas algo?» A Concetta le acaban de poner la vacuna, también a Tonino. Los michinos ya comieron, falta la Arlequina, seguro que anda rondando la escuela, hay una profesora que le da de comer. También la conserje le lleva comida. Nube no quiere estar dentro y toma el sol despatarrada panza arriba. A la más pequeña, la única que aún no ha sido esterilizada, la persiguen machos jóvenes sin demasiados miramientos. Ayer, dicen, vino la trabajadora. ¿Hizo limpieza?

Estación desierta, apenas un par de automóviles esperando por alguien.

Oscuridad y luces a lo lejos.

Se reencuentran las voces que atraviesan un discurso —el silencio olvidado en el crepúsculo.

La noche desde el cielo se derrama por los tejados.

Ofrecer entonces el alma.

Nuestra relación de ser pudo más que esa incongruente mala fe, que te nacía, crecía y recrecía en los análisis sobre la cuestión, el hecho, la multitud de días que nos han ido separando de donde y es justamente esa relación del ser de donde, la que nos patea los sentidos y es justamente esa relación del ser de donde naces, que te dirá qué y quién eres aunque vivas todavía en el infierno mayor y tu trono esté coronado de espinas de fuego, de baba tu genuinidad, tu semen plasmado en cada amor, que recorrerá tus fibras y desde dónde no sé, te brotará nuevamente el aquel naciste, donde adoraste la primera boca y las caricias te hicieron de donde las caricias querían que tu fueras. Por ello justamente que el día en que partiste, el donde aquel te floreció líquido, flameando en tu pañuelo, en la última mirada que se iba con ellos, aunque ellos no partieran y no eras tú el que justamente se quedaba y así era la cosa porque cuando ya a nada ni a nadie le importa de dónde vienes, porque donde vives es tan distinto, pero tan tuyo, que de donde era ya ni lo piensa y quizás dices algún día podré tocar ese quizás o este insólito donde de ahora te llame la atención sobre la relación de ser y esa constante incongruente mala fe, en los análisis sobre la cuestión, el hecho, la multitud de días que te han ido apegando más y más al lugar de donde llegas partes y viceversa.

Y el viaje se reemprende allí desde donde habíamos empezado.

Después llegó el vacío. Los billetes de ida y vuelta. El ir. El venir. Sucedió entonces que las aventuras de Sandokán fueron el único ejemplo de palabra escrita que se conservó sobre la tierra y que desencadenó la rebelión de los hunos. Los demás se enterraron con sus uniformes de animales muertos y en el cemento gris nació la convulsión. La clonación. El transgénico. La persona, el yo que deviene espacio, lo que siempre ha sido, la proyección mental.

Y si se expresa a través de un carácter implícitamente desestabilizador llega a revelar la aceptación y la aprobación frustrada del hombre contemporáneo. La decisión de no mostrar este gesto impulsivo contrasta con la acción romántica, transmitiendo incertidumbre y sugiriendo irónicamente la ritualidad del imaginario.

Como durante aquel 25 de agosto de 1984, cuando fui al teatro próximo a la tumba de Cecilia Metella, en Appia Antica, y me enamoré al mismo tiempo de Molly cara, ópera tomada del Ulises de Joyce, y de Piera Degli Esposti.

Tenemos tan solo un momento para disfrutar del infinito del tiempo, y este momento es capturado y su mirada se posa en la belleza de un mundo que, sin mediar filtro artístico, tendría muy poco de hermoso: dice ella y te lo dice a ti.

Un drama (del griego δρᾶμα, drama, «acción», «historia») es una forma literaria que incluye partes escritas para ser interpretadas por los autores.

Hay una artista visual estadounidense conocida por sus obras, complejas y manipulables, deconstruidas (como hacía Gordon Matta-Clark, quien amaba la idea del artista en tanto que alquimista), la cual desarrolla su singular investigación mediante una original operación de divergencias.

Recurre a una forma como punto de partida: empieza siempre con un objeto existente (una historia o una idea), común, pero con algo de eterno que proceda del mundo doméstico y que sea fácilmente atribuible al mundo romántico.

Se llama Courtney Smith y las formas existen para ella como un vínculo entre el cuerpo humano y la arquitectura que lo contiene; así, reúne una serie formada por un número radical de diversas piezas de mobiliario y las convierte en otra cosa, un aparador o una cómoda, cuerpos a los que se les sustrae su ser, su cualidad de existir, para devenir algo inesperado. Solo así, retraídas en su rigidez, estas formas constructivas alcanzan una sensualidad llena de inteligencia, una nueva espiritualidad, una sublimación.

Lo que se construye es la combinación, la composición poética, el ensamblaje intuitivo, que logra mantener la estructura, conferir corporeidad y materia, alcanzándonos como obra.

Lo mismo sucede con muchos de mis textos, con este mismo texto, por ejemplo.

Los elementos pasan por una operación y transformación del original: cosas que esconden una historia natural propia, que experimentaron un pasado y hoy son llamadas a compartir un presente y de un modo exquisito se encuentran formando parte de un mundo doméstico, pero simultáneamente quimérico y astuto, donde es posible conjugar —a través de su representación intelectual y poética— el orden y el desorden.

El espacio solo tiene sentido como negación de la arquitectura, lo construido se mezcla con lo deconstruido y permanece una fuerte memoria del pasado.

De esta manera el experimento deviene espectacular, una ceremonia iniciática y cruel, hasta el punto de querer tocar la herida de nuestro dolor cósmico respecto al cual toda condición se encuentra ya en fase contagiosa (con razón se dice que el aire circundante ayuda a prevenir infecciones y, por eso, a pesar de la pandemia, aquí ha habido muy pocos contagiados).

Las experiencias de las vanguardias y la imposición prospectiva de estas reglas producen una moralidad ritual, no entendida como orden cronológico, sino como orquestación simbólica de pulsiones e impulsos, pasiones y miedos, técnicas de automutilación, de estos mismo símbolos o estereotipos.

Las múltiples referencias tocan momentos de la vanguardia histórica y contemporánea, pero son especialmente Peter Handke, Lars von Trier, David Lynch, los ideólogos de este engranaje.

Sin semejante sentido de la espectacularidad, las noches habrían permanecido ensimismadas en su sombra, las ruinas en sus escombros, y nosotros, sin dudas ni misterios, hubiéramos continuado viviendo en la ciudad. Digo yo.

Mientras tanto, no me quise detener en el anuncio de las previsiones y de sus sutiles entrelazamientos, los matices de este mi delirio que me lleva a deducir que al día siguiente habría disuelto el dolor que barrunto próximo y lejano.

Hoy mi madre habría cumplido años, por desgracia se fue hace ahora más de un mes. Pero se quedó por siempre para mí en el firmamento.