Andrés Caro
Crédito: Juan Carlos Hernández

Ayer, en Cali, el presidente de la república habló, por fin, de la posibilidad de hacer una Asamblea Nacional Constituyente para reemplazar a la Constitución de 1991. 

Digo “por fin” porque varias personas han venido advirtiendo desde hace meses que el presidente, frustrado por la inoperancia de su gobierno y porque las otras ramas del poder, ejerciendo sus funciones constitucionales, le han hecho contrapeso a su voluntad, estaba dirigiéndose ya no a denunciar supuestos “golpes blandos” y “rupturas institucionales” imaginarias, sino, él mismo, a romper la institucionalidad y a tratar de llevarnos a una constituyente, acaso disimulada en la negociación de paz con el ELN.   

Es curioso que la misma semana en que condenaron a Rodolfo Hernández por un escándalo de corrupción, Gustavo Petro haya destapado la carta de la constituyente. Esta semana, entonces, se confirmaron los peores miedos de la campaña de 2022: que uno era un corrupto y que el otro sí estaba dispuesto a destruir las instituciones que juró proteger. Vaya “paradoja vergonzosa”, por citar al embajador de Colombia en Inglaterra. 

(Esta semana, vale la pena recordar, La Silla publicó un artículo con indicios claros de que en este gobierno también hay corrupción a gran escala). 

Por supuesto, las declaraciones del presidente en Cali no se dieron en el vacío. Responden a un escepticismo viejo que él tiene sobre la Constitución de 1991 y sobre el modelo económico que la Constitución permitió. Ya el presidente había dicho que identificaba un “enemigo interno” a su gobierno en el sistema jurídico, en los pesos y contrapesos, en la regulación y en los procedimientos legales. Ya el presidente había dicho que, por ser el Jefe de Estado, es el jefe del Fiscal General de la Nación. Ya el presidente había amenazado a las instituciones con instigar a la gente a marchar para imponerle sus reformas al Congreso. Ya el presidente había convocado gente a presionar a la Corte Suprema de Justicia. El presidente, en fin, ya nos había sugerido de forma más o menos clara su desprecio por las instituciones y por una Constitución que, cuando le conviene, y diciendo mentiras, dice que ayudó a escribir. 

Pero veamos lo que dijo en Cali, luego de una semana en la que la comisión séptima del Senado inició el trámite para hundir su cuestionadísima reforma a la salud: 

“Diálogo sí, concertación sí, pero con el pueblo en las calles. Si las instituciones que tenemos en Colombia no son capaces de estar a la altura de las reformas sociales que el pueblo a través de su voto decretó, demandó, mandó y ordenó, entonces no es el pueblo que se va arrodillado hacia su casa derrotado. Son las transformaciones de esas instituciones las que se tienen que presentar. No es el pueblo el que se va. Es la institución la que cambia. Esa es la historia de la democracia y de los pueblos libres. Y, por tanto, si esta posibilidad de un gobierno electo popularmente en medio de este Estado y bajo la Constitución de Colombia no puede aplicar la Constitución porque lo rodean para no aplicarla, y le impiden… Entonces Colombia tiene que ir a una Asamblea Nacional Constituyente. Colombia no se tiene que arrodillar. El triunfo popular del 2022 se respeta y la Asamblea Nacional Constituyente debe transformar las instituciones para que le obedezcan al pueblo su mandato de paz y de justicia”. 

Aquí queda claro quién es Gustavo Petro, qué piensa Gustavo Petro y qué quiere hacer Gustavo Petro. Ya no nos toca adivinar nada, ni imaginar nada, ni leer entre líneas. 

En primer lugar, el presidente dice que sólo admite el diálogo y la concertación “con el pueblo en las calles”. Las instituciones con las que un presidente debe tener interlocución –el Congreso, en particular, con sus múltiples partidos e intereses– no son dignas de él, de dialogar o de concertar con él, y no están legitimadas para ir en contra de su voluntad. 

El Congreso no puede hundir o modificar sus proyectos de ley, ni las Cortes tumbar sus políticas, ni las entidades de control ejercer sus funciones. ¿Por qué? Él mismo nos lo dice. Su gobierno –y todo lo que haga su gobierno– tiene una legitimidad supra-institucional, que emana del voto de la gente en 2022. Con ese voto, dice el presidente, la gente no sólo lo eligió presidente a él. Más que eso, más que elegirlo a él para que cumpliera las funciones que la Constitución le da al presidente, el pueblo “decretó, demandó, mandó y ordenó” que todas las demás instituciones obedecieran la voluntad del elegido. Según él, Gustavo Petro no es sólo el presidente de Colombia, sino el gran intérprete de la voluntad del pueblo: una voluntad que no está materializada en la Constitución Política de 1991 o en las leyes aprobadas por el Congreso, sino, exclusivamente, en las reformas que Gustavo Petro ha tenido la gracia de proponer. 

Por eso, ante el fracaso de esas reformas, el presidente sostiene que el sistema político ha fracasado, ha perdido totalmente su legitimidad, y debe ser reformado. Usando el torpe argumento de que a él lo eligió el pueblo (cuando en verdad lo eligió la mayoría en una elección específica), el presidente cree y nos quiere hacer creer que él puede darle forma al Estado. Identificando su voluntad con la del pueblo (o, peor, la del pueblo con la suya), el presidente quiere hacernos creer que las instituciones fracasaron porque a Gustavo Petro no le están saliendo las cosas como quería. 

Esto es populismo del más ramplón. El líder, bajo este modelo, no es una pieza más dentro de un arreglo constitucional con otras piezas, sino el gran movilizador tanto de la sociedad como del Estado. El líder, de repente, está por encima de la Constitución, y amenaza con reemplazarla porque no se ha hecho su voluntad. 

Pero Colombia es una república. Colombia tiene un Estado de Derecho. Colombia tiene jueces y tiene congresistas. Colombia tiene separación de poderes y pesos y contrapesos. En Colombia, el presidente no representa absolutamente la voluntad del pueblo. 

Además, el presidente quiere hacernos creer otra mentira peligrosa: que las instituciones siempre le han fallado a Colombia. 

Los jueces de Colombia han juzgado la corrupción, han impedido la segunda reelección cuando la consideraron peligrosa, han expandido los derechos humanos, han juzgado a decenas de congresistas por nexos con grupos ilegales. El Congreso de Colombia aprobó la ley de víctimas, de salud y de servicios públicos. El Congreso de Colombia les ha metido la mano a dos procesos de paz para minimizar la impunidad y proteger los derechos de las víctimas. El Congreso y los jueces de Colombia, desde que la Constitución de 1991 está vigente, han ampliado los derechos de los indígenas, de los afrocolombianos, de las mujeres y de los campesinos. 

No podemos creernos las mentiras de un presidente que, afanado por su fracaso personal, quiere hacernos creer que nuestra Constitución, imperfecta como es, no le ha servido a la gente. Ninguna institución en la historia de nuestro país ha impulsado mejor la justicia, la igualdad, el progreso y la libertad que la Constitución de 1991. 

En 1999, Hugo Chávez juró sobre una “constitución moribunda”. El 7 de agosto de 2022, el presidente de Colombia juró sobre una Constitución que está viva y que tiene instituciones, y ciudadanos y ciudadanas que van a defenderla. 

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...