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Editorial

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Néstor de Buen Lozano (1925-2016)

Mi golfista favorito

Fernando de Buen

And, in the end, the love you take is equal to the love you make.

Paul McCartney

Hace cinco años falleció mi padre, Néstor de Buen, mi golfista favorito. Nadie como él disfrutó sus salidas al campo en La Hacienda, desde los años sesenta, y en Vallescondido, a partir de su fundación, en 1975. De un homenaje personal que le hice en la edición inmediata posterior a su partida (aquí la liga), el 25 de abril de 2016, retomo la frase de McCartney, que resume a la perfección lo que fue su vida.

Con total carencia de modestia y, en cambio, un inmensurable exceso de orgullo, afirmo que a mi padre se le ha reconocido como un gran abogado, un maestro excepcional y un inteligente defensor de las causas que más le preocuparon: la justicia social y el Estado de derecho. Fue honesto a carta cabal en cada etapa de su vida y era incapaz de valerse de corruptelas para resolver un asunto o hasta para evitar una infracción de tránsito. Uno de los mejores ejemplos que nos legó es que la honestidad no se puede digerir en pedazos; es un bocado grande y así hay que consumirla, entera, aunque atragante.

Pero, como suele suceder con casi todos nosotros, siempre hay un espacio donde —a modo de catarsis ante las exigencias de la vida— puede una persona dar rienda suelta a las cosas que debe aguantar; para algunos es un bar, para otros el futbol o escapar de la ciudad, para mi padre era ir al golf.

Cuando comenzó a jugar, al inicio de sus cuarenta, se desarrolló en él el amor por mejorar cada día y participar en torneos, al menos en los interiores de La Hacienda. Así llegó a jugar la categoría C, con resultados regulares. Con el cambio a Vallescondido y 50 cumplidos, dejó de interesarse en torneos, pero no cambiaba por nada su golf los sábados y domingos.

En la medida que aumentaba su edad, su calidad de golf decayó, dejó de pegarle bien a los hierros y comenzó a sustituirlos uno a uno, por maderas de las que sí estaban construidas con materia prima arbórea. Así, su bolsa se convirtió en un bosque con maderas 1, 3, 5, 7, 9, 11, 13, 15 y 17, ¡nueve maderas!, a las que acompañaba con los hierros 7, 8, 9, pitching wedge, sandwegde y putter (el viejo Titleist Bulls Eye, que golpeaba como diestro o zurdo, dependiendo de la caída de la bola y que usó, en dos versiones, durante los más de cuarenta años que jugó al golf). Y sí, eran 15 palos contraviniendo las reglas que solo admiten 14, pero, como ya mencioné, para él, eso era irrelevante. Su catarsis golfística era la exquisita mezcla de un campo excepcional, sus amigos del foursome, el Hoyo 19 para hacer cuentas, el cubilete para jugar el trago (uno solo, por cuestiones de tiempo), el bendito vapor y la regadera, para regresar corriendo a casa para comer con la familia.

Fue, quizás, a mediados de los ochenta cuando pasé con él uno de los mejores fines de semana de mi vida como golfista. Había un torneo que organizaba un socio de Vallescondido y, con mi apoyo incondicional, convenció a mi papá de que nos inscribiéramos para jugarlo juntos. Se trataba del Chupirul Open, un torneo de parejas a mejor bola donde en varios hoyos del campo, quizá 12 o más, cada jugador podía quitarse un golpe si, frente a la mesa de los jueces a un lado del green, se tomaba un trago (con alcohol, por supuesto), tras lo cual, estos quitaban el golpe y se pasaba al siguiente hoyo.

Fue en Querétaro. Yo apenas podía creer que tenía a mi padre para mí solo durante un fin de semana, pues la competencia entre siete hermanos por su atención en exclusiva no era fácil ni para él ni para nosotros. Iniciamos el torneo y, con el fin de lograr un buen lugar en los resultados, nos apegamos a las reglas del juego y, dependiendo de lo logrado en cada hoyo, uno de los dos se tomaba el trago. Al final de la tarde, entre el torneo y la ingesta etílica de ambos —estoy seguro que me tomé algunas más que él— pasamos una jornada memorable y divertida. Al final, no ganamos trofeo, pero yo me llevé en la memoria el inolvidable fin de semana que tuve a Don Néstor para mí solo, haciendo lo que más nos gustaba a ambos (me refiero al golf, que no al trago).

De las reglas y los protocolos que demanda el juego, mejor ni mencionarlos. Con los años, Don Néstor fue haciendo del golf un deporte a su medida. Acomodaba la bola (algo que hacía como parte de un acuerdo con su grupo y no a escondidas) y rara vez esperaba a que tiraran los demás para salir como bala a buscar su bola y preparar su siguiente golpe, mismo que ejecutaba sin esperar su turno. Por supuesto, cambiaba su bola en el green (siempre por una de color) y le gustaba terminar el hoyo, aunque su bola estuviera dada; nunca le importó pisar la línea de los demás, pero había que cuidarse si alguien pisaba la suya, porque se ponía como pantera. Eso sí, jamás se quitó un golpe y anotaba en su tarjeta todos los ejecutados en cada hoyo, así fueran 13 o 16.

Con los años, fue cambiando también sus costumbres y se retiró definitivamente del Hoyo 19. Terminaba la ronda y salía con prisa al vapor y la regadera, regresando al bar solo para cerrar cuentas con sus compañeros del foursome, y solo eventualmente se tomaba un vodka tonic antes de partir corriendo a comer con mi mamá y los miembros de la familia que decidiéramos visitarlos en la casa de Vallescondido.

Mi padre jugó golf hasta cerca de los 88 años (murió a los 90) y quizá lo que más le dolió en su vida como golfista fue cuando, a los 86, su doctor de cabecera le prohibió caminar los poco más de 7 kilómetros del campo —con pronunciadas subidas y bajadas—, por ser un riesgo para su corazón, que ya no estaba en las mejores condiciones. Así las cosas, recorrió sus últimas rondas usando un carro de golf, pero procuraba dejarlo lo más lejos posible para poder caminar, que era lo que más le gustaba.

Néstor amó al juego por lo que el juego representó para él: confrontar un reto a su manera, hacerlo lo mejor posible (también a su manera) y vivir con él hasta que su cuerpo no dio más.

Sin duda, mi golfista favorito. 

fdebuen@par7.mx

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